Clara Montaner, primera por la derecha, participando en una manifestación contra el cambio climático
Todo proceso de transición es complejo, requiere reflexión e ilusión y se va trazando paso a paso. En cierto modo, el recorrido hacia la sostenibilidad es un camino de vuelta, el viaje de ida lo recorrimos al industrializarnos. El llamado “desarrollo” vino con promesas de una vida más larga y cómoda, pero fue olvidando cómo se cultivaba respetando los ritmos naturales, cómo era la vida cotidiana sin plástico o cómo tener unas vacaciones con pocas emisiones… Hoy nos toca volver a aprender de la naturaleza y su funcionamiento regenerativo, de nuestros abuelos y su sabiduría ancestral, y también reinventarnos, aunque ahora sabemos que bajo la premisa del crecimiento ilimitado no hay futuro posible.
Hace cinco años mi huella de carbono era la de una típica joven del Norte Global, con un sueldo modesto, pero con acceso a numerosas commodities que el modelo consumista ofrece a precios asequibles. Compartía piso con amigas, comía productos basura semanalmente, me compraba fast fashion cada temporada y cogía varios vuelos al año. Haber estudiado Ciencias ambientales (aunque me dio una base para construir mis principios) no me impedía causar un alto impacto ecológico, pues en mi mente la sostenibilidad encajaba aparentemente bien como un mero complemento, como un apéndice que añadir al sistema productivista para perfeccionarlo.
El verano de 2016 empecé a vivir en pareja y mis decisiones tomaron otra dimensión. Íbamos a establecernos en un lugar, a darle vida según nuestros gustos y valores. Vimos que no necesitábamos llenar la casa de muebles nuevos para montar nuestro espacio. También decidimos no tener coche y movernos a pie, en bici o transporte público. Con un poco de planificación, comprar productos locales y libres de pesticidas químicos era factible. Al principio para cada cesta contábamos cuantos alimentos ecológicos contenía y nos hacía felices saber que con esos productos no estábamos contaminando los suelos, los ríos, ni dañando la fauna silvestre. Así, la proporción de compras respetuosas fue ganando peso.

Paralelamente, dejé de comer animales. Conociendo su capacidad de sentir amor, dolor, felicidad… gracias a la convivencia con otras especies, el tema me bailaba por la cabeza, aunque me decidí al cruzarme con un camión de cerdos destinados al matadero. La profunda tristeza se convirtió en fuerza para dar el paso hacia el vegetarianismo. Lo más difícil ha sido enfrentar la presión social, dado que las tradiciones ligadas al embutido y la carne están muy arraigadas. No obstante, nunca he querido volver atrás, además las ventajas de abandonar el “carnismo” abarcan desde la drástica reducción de la huella de carbono hasta beneficios de salud. Ahora mi dieta es casi vegana, pues la leche o los huevos forman parte de la misma industria de explotación animal y degradación ambiental, y no son imprescindibles para llevar una dieta sana –siempre que sea equilibrada y proporcione los nutrientes necesarios–.
En 2017 me animé a escribir el blog: Calaix Ambiental. La idea inicial era plasmar lo aprendido en cursos, seminarios, exposiciones… sobre la temática que se convertido en mi pasión: la ecología. Entonces descubrí el submundo activista de las redes sociales y quedé fascinada con su profusa información. Poco a poco, fui trenzando nuevos campos de acción: comprar muy poca ropa y fabricada localmente; evitar los productos de los gigantes de la contaminación (grupos Coca-Cola, Nestlé, Pepsico, Unilever…) para comprar a pequeños productores o a granel; y ahora estoy en proceso de cambiar mis servicios de internet, electricidad, banca… a alternativas cooperativas, con lo que potenciar otra economía, una consciente de reforzar las redes sociales y ecológicas en vez de diezmarlas.
Algo que me ayuda a decidir sobre mi consumo, por ejemplo, si comprarme un móvil o hacer un viaje a otro continente, es preguntarme: ¿necesita el planeta más móviles, más vuelos…? La respuesta suele ser que no, dado que la mayor parte del sistema está planteado de espaldas a la sostenibilidad. Sin embargo, nuestro consumo y el cuidado de los ecosistemas no tienen por qué estar enfrentados y hoy ya existen muchas alternativas enfocadas a vivir en equilibrio con los ciclos naturales, algunas ya citadas. Además, contrariamente a lo que parece, un estilo de vida respetuoso es mucho más barato, sí, aunque gastes más en productos ecológicos te ahorras un sinfín de compras superfluas.
Sé que a lo largo de mi vida he emitido más CO₂ del que han emitido mis congéneres del Sur Global y del que podrán emitir las futuras generaciones, esto me anima a dejar atrás viejos hábitos para vivir de forma más justa. También me motiva a seguir este camino tener presente el coste de seguir emitiendo al ritmo actual: supondría aumentos de entre 4 y 5ºC de media sobre los niveles preindustriales para 2100. Pero la ciencia ha alertado reiteradamente que, si la temperatura media mundial sube más de 2ºC, el funcionamiento de los ecosistemas en los cuales vivimos quedará muy gravemente alterado (!).
Para ceñirnos a este moderado incremento, en los países industrializados deberíamos alcanzar reducciones de cerca del 40% de emisiones para 2030. Pero los gobiernos no tienen una varita mágica. Por tanto, esta reducción pasa porque tú, yo y toda la ciudadanía reduzcamos drásticamente nuestra huella. Vivir con un clima y unos ecosistemas sanos es un derecho del que todos los seres vivos deberíamos disfrutar. ¿Por qué no apostar para conseguirlo?
Autora: Clara Montaner Augé